viernes, 20 de enero de 2012

:Songer Steve

Sos el paisaje más soñado y sacudiste las más sólidas tristezas y respondiste cada vez que te he llamado.

Gustavo Cerati















Hay un arte, un paisaje a veces amable, a veces torvo, donde ascenso y descenso son accesorios de la materia limpia


José Barroeta




jueves, 19 de enero de 2012

Los reversos: El dolor

Los reversos: El dolor: Cuando se aproxima el final del vuelo, el aeroplano ladea e inclina un poco el morro a la vez que comienza a perder velocidad y altura. Ese ...




Destellos, haikus de Xaro La: Su misterio (haiku 363)

Destellos, haikus de Xaro La: Su misterio (haiku 363): Cae la lluvia Me cuenta su misterio: Es gota, es mar.




ZEN: SIMPLEMENTE OBSERVA

ZEN: SIMPLEMENTE OBSERVA: Simplemente sigue tu respiración. Observa cómo sube y baja. ¿Demasiado sencillo? ¡Pues esa es la clave!




A MEDIA VOZ HOY-ML: "BARBIE" LO TIENE CLARO. ¿CÓMO TE LO DIGO?.

A MEDIA VOZ HOY-ML: "BARBIE" LO TIENE CLARO. ¿CÓMO TE LO DIGO?.: Te miras al espejo, ya no eres la misma. No sé cómo será para los hombres , pero a los mujeres nos llegan las ansiedades , las prime..



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La sonrisa de Hiperión: Agreste hojarasca

La sonrisa de Hiperión: Agreste hojarasca: Agreste hojarasca de todos los montes. Dejé las miguitas de pan a lo largo del camino -miserias de harina-, y entre pino y pino, con...




El Blog que te hará pensar: La princesa busca marido - Jorge Bucay

El Blog que te hará pensar: La princesa busca marido - Jorge Bucay: Hace tiempo que no ponía algo de Jorge Bucay y hoy me ha recordado una lectora del blog este cuento tan sabio que habla de relaciones de p...




miércoles, 18 de enero de 2012

CUENTOS CORTOS








Las vírgenes feas

Lidoly CHÁVEZ GUERRA





A la victoria del FMLN, en El Salvador

La Manuela había espachurrado ajo toda la mañana, así que de la cocina salía un olor envolvente que yo sabía le iba a durar en los dedos por lo menos tres días. La vi llenar un cuenco de ajos machacados, y luego otro y otro, y no me alarmaba mientras pensaba que era para la sopa. Pero cuando vi a la Manuela caminar al cantero y amasar el ajo con tierra húmeda en un cazo, le dije «ah, ahora sí que vos estas soreca, tata ¿vamos a comer suelo aliñado?». «No juegues», me dijo, «que ahorita cuando se nos acabe la poca tortilla que queda, voy a pensar en unos tamalitos de barro», y se rió. A mí siempre me gustaba aquella risa linda de la Manuela, como si no le tuviera miedo a nada en el mundo. «Ven», me llamó, «¿ves cómo espanta a los zompopos?». Yo no veía nada, pero ella decía que por tanto zompopero hacía tiempo que no teníamos flores. El ajo es bueno, dijo.



La miraba, día tras día, velar el cantero. Se acercaba con la puntita del cuchillo a ver si había brotado algún retoño, pero en vano. La tierra estaba muerta y los zompopos seguían su pachanga como si nada. Una mañana, antes de que saliera el sol, la Manuela me tiró de la cama. Andate, dijo, que vamos adonde la virgen, y le vi el rosario entre los dedos. Se puso una mantilla blanca y el único vestidito decente que usaba para ir a Coatepeque. Pensé que algo malo había pasado, pero no me atreví a preguntarle una palabra. Trataba, por mi parte, de descubrirle algún gesto revelador por entre los pliegues casi azulosos del tul.


De la iglesia siempre me sorprendía el contraste entre el bullicio de los vendedores de estampas o velas, y aquel silencio de espanto en la nave. Manuela caminaba con paso firme y de vez en cuando se persignaba frente a las imágenes. Me jalaba por el brazo y mi impulso la chocaba cuando se detenía en seco. «¡La cruz!», me susurró finalmente. Entonces empecé a imitarla y hacía como si me agachara frente a las santas. Llegó a un banquillo y yo me arrodillé junto a ella. La oía murmurando cerca de mí aquellos rezos que aún hoy me pregunto qué podrían haber dicho. «Cierra los ojos», me dijo primero, y luego «¡Vamos ya!». La seguí casi a las carreras. Traté de igualar mi paso corto a su estilo distinguido y su frente en alto, pero estaba aún demasiado expuesta a los asombros. «Flores, señoritas», insistió un hombre interrumpiendo el paso. «Ya tenemos, gracias», dijo Manuela, y solo entonces vi el ramo enorme de dalias que llevaba en la mano contraria.¿De dónde las había sacado? «Ma, seguro que es pecado robarle las flores a la virgen». Ella no contestó. Yo no sabía si poner cara pícara, como que habíamos hecho una travesura, o un gesto grave de consternación. Yo no quería que la virgen me castigara por la complicidad en el delito. Pero descubrí a unos cuilios cerca de la esquina y temí, porque la virgen estaba demasiado lejos para condenarme, y aquellos tenían unos cañonotes largos colgados al hombro. Yo miré a la Manuela, y la mirada pétrea, de una dureza impenetrable, avanzaba de prisa rasgando el aire. Los cuilios le silbaron y le dijeron groserías. No las entendía, pero había aprendido a distinguirlas por el tono. Era de las primeras enseñanzas que nos inculcaban a las nenas. Manuela siguió, y yo me puse muy nerviosa, pensé que nos iban a prender por robarle las flores a una santa. «Anda, deprisa», dijo Manuela y no paramos hasta la casa.

Entonces la vi desparramar el mazo en pequeños ramilletes. Allí, sobre los anaqueles del armario viejo, existía un altar que nunca había imaginado. Una veintena de estampas, amarillas ya, descansaban junto a vasijas con flores secas. Me acerqué, detallé los rostros del panteón de la Manuela. No eran ángeles nevados los que estaban ahí, mirando desde el cartón. No, como la Santa Rita, de nariz filosa y ojos azules, o la inmaculada Santa Liduvina, que yo había visto en una cartilla de Semana Santa, todas cheles y bellas y limpias, con los mantones brocados hasta el piso. En aquellas postales las vírgenes reían a veces, o miraban tristes así, a la nada. Una tocaba guitarra, y otra estaba vestida de militar, con botas de hombre y un fusil contra el piso. Eran indígenas, o gordas, o rugosas, como la tierra seca que no quería florecer.

La Manuela cambió con ternura el agua de los vasos, acomodó los nuevos ramilletes junto a sus santas, les conversó y lloró como niña junto a ellas. Tomó algunas estampas en sus manos y mencionaba nombres, como si hubieran sido sus hermanas, más que yo. Un día tras otro la vi traer flores. A veces lo hacía sin mí. Su altar se poblaba cada vez más con nuevas caras. En ocasiones eran casi cipotas. «No podemos sufrir más», la oí decir, y algo como «lucha» o «guerrita» o «guerrilla». Y era tanta la fuerza, o… no sé… la fe tan grande que depositaba en esas extrañas oraciones, de las que nunca había oído en misa, que estuve segura de que alguna vez, alguna de esas muchas santas manchadas, la iba a oír.

Lidoly Chávez Guerra
La Habana, Cuba










Cuando el corazón está en el pecho

Yurkys YANCE





Bajo el sol que nos llena de calor, sudor y picazón, pero también de esperanza y deseos de continuar adelante ó bajo la luna que nos muestra la noche oscura, triste y silenciosa, pero también nos pone en una oración de agradecimiento por lo vivido hasta esa hora en que nos acostamos y nos encontramos con Dios y con nosotros mismos. De día o de noche, José Antonio no deja de trabajar, dice que tiene que colaborar con su mamá.




Mirar a José Antonio es mirar la ilusión y encontrarse con la perseverancia, aunque también nos encontramos con sueños que tienden a desaparecer, vida resquebrajada, manos tendidas, ojos que nos interrogan, silencio que nos habla; en fin, es encontrarnos sinceramente con el otro.
Hay algunos días en que encuentro a José Antonio en el terminal de pasajeros, y en el poco tiempo que me queda cuando voy o regreso de la universidad donde estudio medicina paso por su casa: el terminal, los semáforos cercanos al mismo, la calle; es la única casa que conozco de José Antonio.


Más allá de las bolsas, los poco dulces y los cien bolívares que pide “pa’ comprar” comida; pide atención, un abrazo, un te amo, una oportunidad que le devuelva la ilusión, un ven conmigo. Sin embargo, seguimos dando los cien bolívares, unas veces para no perder el tiempo, otras para ayudarlo y otras veces para no tener cargo de conciencia.

Resulta impresionante la impotencia que embarga mi vida cuando siento que no puedo hacer mucho por él, sin embargo, él no sabe cuánto ha hecho por mí desde aquella mañana que lo encontré y me detuve para ver que pedía sin pensar que iba a encontrar un nuevo amigo. De vez en cuando le pregunto su apellido y me dice que su apellido es Díaz, nunca ha visto su partida de nacimiento, pero recuerda claramente que antes de dejar la escuela la maestra le apellidaba Díaz y así su mamá se lo dio a entender. Díaz, Pérez o Rodríguez da igual para José Antonio, pues, todo el mundo lo conoce como un niño que está en la calle. La gente que se acerca a él para comprarle algunas bolsas, darle algo de dinero o para decirle que no tiene, no sabe su edad, no conoce a sus hermanitos, quién es su madre y por qué está trabajando y pidiendo cien bolívares “pa comprar” comida. No conoce su historia, su vida, sus sueños, su dolor, su alegría, su juego preferido ni lo que anhela en esta sociedad.


José Antonio parece estar acostumbrado a las miradas condenatorias de muchas personas, al desprecio, a las preguntas, a la ignorancia y al abandono de la gente comenzando por su padre a quién nunca ha conocido ni ha llamado papá. Él no conoce la figura de un padre de familia en su corta vida, se ha apegado fuertemente a su mamá, y le duele no poder ayudarla siempre, sobre todo le duele el dolor de su madre por sus dos hermanitos que necesitan más que él, esto es lo que piensa, sueña y mira José Antonio. Su vida parece estar marcada por el dolor... un dolor que se une al dolor de su mami, como la llama él cariñosamente.


Desde que conocí a José Antonio comencé a comprender lo que significa tener el corazón en el pecho. Suena un poco extraño, pero hasta los momentos no sabía por qué Dios le colocaría el corazón en el pecho al ser humano. Simplemente, porque ese es su lugar y no las rodillas, pues, si el corazón estuviera en las rodillas, lamentablemente, las personas se doblegaran ante la opresión, la miseria, la explotación, la violación de los Derechos Humanos, el hambre, los organismos internacionales que empobrecen a nuestros países latinoamericanos, los atentados contra los inocentes, la droga, la exclusión y tantas cosas más que van en contra del máximo valor que Dios nos ha dado: LA VIDA.

Cuando se tiene el corazón en el pecho, como José Antonio lo ha demostrado a sus doce años, se está impregnado de sensibilidad, libertad, amor, esperanza, defensa de los Derechos Humanos, sueños hermosos y solidaridad con los necesitados de nuestra sociedad. Estas virtudes nos envuelven cuando el corazón está en nuestro pecho y nos hace ver que más allá del hacinamiento en que viven nuestros presos en las cárceles latinoamericanas, las cuales se han convertido en campo de concentración donde la luz de la vida parece estar en el ocaso y donde muchos hombres y mujeres poco a poco van perdiendo la esperanza y la credibilidad en la justicia y en el sistema carcelario, que no hace más que condenar al ser humano a una vida sin opción, a unos sueños truncados y a una libertad que se quedará en palabra. También es caminar en torno a la solidaridad con los excluidos, con los que sufren, con los que sienten el dolor de los demás como José Antonio siente el dolor de su mamá, con los que tienden las manos hacia los que caen por hambre, violación de sus derechos, desesperación o miedo. Tener el corazón en el pecho es amar, y amar significa querer, sentir y hacer el bien a los demás. Aquí es donde se cumplen las frases: Trata a las personas como quieres que ellas te traten a ti ó siembra lo que quieres cosechar mañana...


Ahora veo la vida diferente, estudio medicina con más entusiasmo y conciencia de servicio sincero al prójimo. La sensibilidad inunda mi vida entera y siento que me llama continuamente al encuentro con el otro dejando de lado los tabúes que nos alejan de la gente. Creencias absurdas que nos hacen mantener una relación interpersonal marcada por el protocolo, la burocracia, el estatus social, la ideología política, la religión que excluye a la persona que no profesa tal o cual fe, la cuenta bancaria, el último modelo de carro, la ropa que está de moda y tantos paradigmas que nos conducen a llevar una vida “full equipo” de apariencia. Gracias a José Antonio, me he dado cuenta a tiempo que llevaba una vida etiquetada e incluso había etiquetado a los que podían ser o no mis amigos. A veces me pregunto: ¿Si José Antonio no existiera me hubiera dado cuenta de la forma absurda como llevaba la vida?. Con sinceridad, no lo creo, porque ese niño, después de mi madre ha sido quién me ha hecho reflexionar y despojarme de todo aquello que de alguna manera me ha venido atando y diciéndome que entre más consumo más soy.


El mundo parece marchar igual de siempre, José Antonio desconoce que nuestro país tiene una deuda externa como otros países de Latinoamérica, desconoce también la violación de los derechos humanos que llevan a cabo muchos militares, quienes actúan según las órdenes que les da su máxima autoridad. La política empobrecedora del FMI y el BM también son desconocidos para José Antonio. A él no le importa mucho lo que pasa alrededor del mundo, sino lo que necesita para ayudar un poco a su mamá. Trata de que su a su mami se le aligere la carga que lleva, puede ser que con la venta de bolsas y dulces, y viviendo la mayor parte del tiempo en la calle, muchos piensen que José Antonio tenga asegurado un futuro incierto. Sin embargo, siento profundamente que más allá hay muchas personas que creemos que todo se puede corregir desde el presente, y José Antonio como muchos niños más pueden tener un futuro mejor, digno y repleto de oportunidades no solo para triunfar, sino también para construir un mundo más justo, fraterno y solidario. Un mundo identificado con el valor de la vida, la igualdad, el perdón, la solidaridad y la esperanza. Este mundo lo labraremos en la medida que depongamos las armas del odio, el egoísmo, la envidia, las ansias de poder a costa de la muerte de personas inocentes y el empobrecimiento de nuestros pueblos por políticas explotadoras de organismos ya conocidos.


Por cierto, algo que la gente desconoce de José Antonio es que sueña con ser maestro para enseñar y ayudar a los niños, quisiera comerse unos cuantos helados de chocolate y quiere ver una película en el cine en compañía de su mami y hermanitos. Cómo dice él: quiero ver una película en el televisor gigante que está pegado a la pared. Eso del televisor gigante pegado a la pared se lo dije yo, con ocasión de un cine foro que tuvimos en la facultad de medicina y traté de explicarle algunas cosas. Lo cierto, es que le prometí que apenas los estudios me dieran un chance lo llevaría a él, a sus dos hermanitos y a su mami al cine y les compraré helados de chocolate, cotufas y dulces... y refresco también. Para ello estoy ahorrando dinero de lo que mi padre me da para los gastos de la universidad pública donde estudio medicina.



Sólo pido a Dios me siga iluminando para no perder lo que siento que he aprendido de José antro, un niño, que más allá de la calle, las bolsas y los dulces que vende es un ser humano, una persona que merece amor, oportunidades de vida nueva, educación y ser tomado en cuenta. Para no perder el valor de seguir siendo solidaria, he venido compartiendo esta experiencia con mis compañeras y compañeros de estudio, no sólo para ayudar a José Antonio, sino también a los niños que podamos y con quienes nos encontramos continuamente en las calles de Ciudad Bolívar, lugar donde está nuestra universidad. El camino no es fácil, pero lo importante es que ya lo comenzamos y esperamos que se unan muchos más estudiantes a esta experiencia de vida y solidaridad con personas concretas, de carne y hueso, pues, creemos que el mundo será mejor en la medida que nos abramos al otro, al prójimo de manera concreta no abstracta. Además, no pensamos cambiar el mundo, sino solidarizarnos con los excluidos de nuestra sociedad para que juntos cambiemos lo que tenemos que cambiar de este mundo en el cual vivimos y que no es responsabilidad de unos pocos, sino de toda persona que cree en la verdad, manos siempre tendidas para levantar y construir, en la reconciliación, la fraternidad, la justicia, la igualdad de oportunidades y posibilidades, y todo valor que tenga que ver con la unión.


Lo que he plasmado en estas líneas es una experiencia real que envuelve mi vida y las de mis compañeras y compañeros de medicina que hemos decidido no desperdiciar nuestras vidas y ser unos más del montón. Queremos ser buenos médicos, sin olvidar que somos personas. Ayudar a los enfermos, sin olvidar que son los prójimos y merecen ser reconocidos como personas. Esta experiencia a la que José Antonio me ha llevado, ya no es mía, siento, y así lo creo firmemente, es también de las muchachas y muchachos solidarios de la universidad, y al mismo tiempo es de toda persona repleta de sensibilidad, humanidad, amor y solidaridad sin etiqueta.


Mañana, cuando vea nuevamente a José Antonio le diré que estamos haciendo lo posible por conseguirle un trabajo a su mami en la misma universidad donde cursamos nuestros estudios, para eso ya hemos reservado una entrevista con el rector y tenemos la esperanza que una vez que le contemos nuestra experiencia no dudará en darle a la señora el trabajo que buscamos para ella. Creemos que una vez que la mamá de José Antonio tenga el trabajo, él puede retomar los estudios y luchar para que en un futuro no muy lejano sea un maestro, y como él sueña: enseñe y ayude a muchos niños que no tienen la culpa del abandono de sus padres ni del rechazo de nuestra sociedad consumista y etiquetada. Especialmente le diré: José Antonio, gracias, mil veces gracias, por tumbar mi pequeño mundo superfluo y etiquetado en el cual vivía. Gracias por demostrarme lo que significa humildad, solidaridad y sensibilidad ante el otro. Sobre todo, José Antonio, gracias por hacerme comprender lo que significa tener el corazón en el pecho...



Yurkys Yance
Ciudad Bolívar










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